lunes, 25 de junio de 2012

UN DÍA CUALQUIERA

Un día cualquiera puede empezar a las seis de la mañana con biberón, limpieza de partes nobles, y a la calle con la niña enfundada en el fular. Uno comienza a callejear en busca del sueño de su hija cual vagabundo con afán de mejor fortuna, nada ajeno a las miradas de los viandantes cuyas caras suelen hablar por sí solas; que si vaya horas para ir con un crío por la calle, que si ya ves tú qué forma de criar a un bebé, que si esta juventud... A medida que avanza la mañana las caras van cambiando y suelen ser más agradables. Uno encuentra muchos peligros callejeros a los que hacer frente cual tortuga ninja, y es que un martillo mecánico o el butanero en plena faena (repartiendo bombonas, no malpiensen caramba) son peligros que me pueden despertar a la niña para desgracia mía.

Pero el peligro más peligroso que acecha las calles e impide el dulce estado de vigilia es el calor; para quien no lo sepa, Xátiva es como un horno pero sin el cómo. Seguro que así se entiende mejor que el otro día no me quedara más remedio que dormir a la niña haciendo viajecitos entre los yogurts y los congelados de mercadona. Claro, me toca poner cara de sompo, porque las empleadas al principio miran con ternura en plan qué padre más enrollado; al cabo de un rato ponen caras de ir a preguntarte, pero a la que hace 25 veces que has pasado por delante de sus narices moviéndote como si tuvieras unas tetas recién estrenadas y por supuesto tuvieras la imperiosa necesidad de que todo el mundo lo supiera (le va el movimiento a mi hija, qué se le va a hacer), empieza el tercer grado: esa nena duerme mucho, ¿no?; mira que cositaaaa; seguro que se te ahoga ahí dentro; ay chico que se te va a malacostumbrar por llevarla en ese trapo, y así sucesivamente.

Una vez se cansa uno de comentarios y en busca del encuentro con uno mismo y de la paz interior pero sobre todo huyendo de que le estén a uno haciendo comentarios en cada pasillo de mercadona, no sin antes haber comprado aunque sea un paquete de toallitas húmedas (tampoco es plan de largarse por la salida sin compra después de haber pasado una hora dando vueltas aprovechando el fresquito), uno sale a la calle buscando sombras como un perro callejero.

Es en ese momento cuando el que vende los cupones de extranjis por la calle te para y te pregunta a voz en grito: ¿eso que llevas ahí es un bebé? Y uno, que en ese momento no sabe si alargar la mano y soltarle una galleta por despertarme a la niña o hacerlo por el intrusismo profesional a la ONCE (he dicho vendedor de extranjis), se queda pensando: pregunta retórica me hace el tipo, porque ciego no está. Acto seguido me da la enhorabuena por la nena y se me olvida que casi le parto la boca por quebrar el sueño de mi ángel.

En los pueblos de Valencia las mujeres mayores suelen ser muy curiosas (como en todos lados, supongo). Pero hay una cosa que se llama espacio vital, y otra que es dormir a tu hija que no duerme. Por eso mi mujer ya no se extraña cuando me ve ponerme en posición de defensa, a mitad camino entre aquel cantante de medio pelo que bailaba con una manzana colgando de la oreja (no recuerdo su nombre) y un karateca a punto de repartir collejas a tutiplén, cuando nos encontramos con alguna señora mayor por la calle. Qué vicio de tocarme a la niña mientras duerme, ¿no saben que eso no se hace? Por menos de eso podrían ir al infierno, si es que esta senectud no respeta nada. A más de una le he tenido que parar la mano al vuelo. Si supieran lo que nos cuesta dormir a Emília lo comprenderían.